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El Traspaso del Poder y la Sucesión, ¿cómo, cuándo y por qué?


No debe ser fácil desligarse del poder ni menos determinar el momento exacto de dar un paso al lado para dejar que otro lo asuma y lo administre por ti. Debe exigir una gran determinación y una mínima consideración del EGO, más cuando hoy son muchos los que se aferrarían a él, innecesariamente, como si no existiese un mañana; Amancio Ortega lo debe saber a la perfección.

Recientemente Ortega, fundador y presidente de Inditex, el primer fabricante mundial de ropa gracias, entre otras muchas, a su marca ZARA, ha hecho un traspaso de sus poderes y ha nombrado un sucesor: Pablo Isla, quien hasta su nombramiento ha sido vicepresidente y consejero Delegado de Inditex. Una decisión que sigue los pasos de otras firmas familiares como Roca, Nutrexpa o Mango, y que han optado por modelos mixtos de dirección donde un directivo externo equilibra la presencia de la familia en cargos ejecutivos.

Esta transición histórica, me refiero a la de Ortega, ha pasado de puntillas por los medios de comunicación y sin mayor trascendencia entre una gran parte de la ciudadanía, fiel a la discreción que ha caracterizado al hombre más rico de España y al séptimo del mundo, según la revista Forbes, con un patrimonio estimado de 31 mil millones de dólares.

Sin embargo, este relevo ‘generacional’ tiene un gran alcance en términos de confianza y proyección empresarial. De hecho, la decisión de Ortega desencadenó que las acciones de Inditex se dispararon ante la señal inequívoca de continuidad, concluyendo así un exitoso proceso de profesionalización de una empresa familiar que se inició hace 10 años con su salida a bolsa. Un proceso que pocas empresas consiguen, y menos, cuando su fundador es el protagonista.

Del proceso de sucesión que han seguido en Inditex, se sabe que Ortega envió en enero una carta a todos sus empleados indicando a Isla como su sucesor. Luego, siete meses después de dicha propuesta, la junta de accionistas la aprobó por mayoría. De esta forma, deja las riendas de sus negocios en manos de un profesional, mientras él permanecerá en el Consejo con el 60% del capital aproximadamente.

Poco más se sabe, pero sí se puede leer por su resultado que Ortega ha sabido anteponer los intereses de sus empresas y los de sus accionistas a los suyos propios y ha apostado por la profesionalidad y no por los apellidos, dejando de lado el nepotismo y el amiguismo que tanto daño han hecho a nuestro tejido empresarial, y por qué no decirlo, también al político.

Sin la intención de dar una clase magistral de buena práctica empresarial, por la que otros, con la mitad de currículum y la décima parte de su éxito, cobrarían cientos de miles de euros en más de algún congresito sobre management, Ortega reescribe un manual digno de analizarse solo a través de sus acciones.

Dicen de él que su camino profesional no fue de rosas; que sufrió duros reveses y recogió pocos esfuerzos en la década de los 70 cuando quiso emular la fórmula de los almacenes donde se vendía de todo y tuvo que volver a empezar desde el principio, casi diez años después. Y que, su máxima preocupación, siempre ha sido la responsabilidad de dar de comer a las familias de sus empleados. Dicen de él, además, que hasta antes de la gran expansión de los años 90, conocía a la mayoría de los empleados de sus fábricas por sus nombres, que siempre ha apostado por que sus empleados desarrollen una carrera profesional en la propia compañía, que posee una increíble intuición, creatividad y una gran capacidad de delegar y responsabilizar a cada uno de su trabajo, así como una entrega total a la empresa, a sus ideas democráticas y una especial afición a escuchar. En cuanto a defectos, apuntan que su ambición ha sido desmedida, no en vanidad, pero sí en el delirio de situar a su empresa en el peldaño más alto del pódium, y que, su cabezonería y su mala costumbre de fomentar la competitividad entre el equipo, ha desencadenado piques y rencores entre compañeros.

Pero lo que más llama la atención de su visión directiva, y que marca su línea de liderazgo es su neutralidad y su aversión al término exclusividad. De hecho, se dice que a lo largo de toda su trayectoria jamás ha permitido a sus a diseñadores o comerciales que antepongan sus intereses personales a los de la empresa.

Dicha animadversión podría ser contagiosa, ¿no? Más en los tiempos que corren, donde el fin de la era de Amancio ha quedado en un segundo lugar en las crónicas nacionales gracias a los dimes y diretes de personalidades que tienen intereses ligados al poder, o que simplemente, hacen oídos sordos a la urgencia sonoramente democrática de que lo dejen YA.

Quizás sea esta capacidad, la desligarse del poder, el eslabón perdido de una cadena soluble a la corrupción y que mantiene en pie a una gran parte de nuestros representantes sociales y políticos, y a más de algún profesional del sector privado y financiero. Una cadena que sitúa al PODER como baza principal y que determina el nivel de corrupción y de beneficio personal que una persona posee más allá de los intereses de su empresa, organización, partido o gobierno.

Pero, ¿cuándo es el momento de dejar el poder? ¿Cuándo se cumplen los plazos establecidos de antemano o cuándo recibimos la cuenta de resultados de nuestras acciones?, ¿debemos esperar a que nos sugieran dejar el poder que ejercemos, o de una forma planificada debemos establecer su fin?

Sin duda, los límites vienen determinados por el cargo, la calidad profesional y los valores de la persona que ejerce el poder. Sin embargo, como estas cuestiones son competencias de lo personal, desde el punto de vista del liderazgo y la dirección, no queda más razón que la de establecer nuevos procesos y mecanismos que marquen las pautas de la conducta de quienes lo ejercen. Porque si bien es cierto que vivimos una crisis de valores, como muchas columnas de opinión se apuran en recordar, vivimos una crisis mayor en términos de control y procedimientos para evitar que “lo personal” corrompa las bases del ejercicio del poder. Porque la corrupción de los propios mecanismos de anticorrupción, es algo evidente.

A nivel empresarial, judicial, administrativo y político, son cientos los ejemplos que salen a la luz cada día, donde la mala praxis del poder ha desencadenado, entre otros problemas, el cierre de empresas, fraudes, desfalcos, cohecho y el desempleo de millones de personas que a día de hoy no saben en quien confiar, sin antes haber procurado enriquecer a sus protagonistas y salvaguardar sus intereses personales.

Por tanto, en el punto en el que nos encontramos, necesitamos un cambio en los mecanismos de control que genere confianza en el sistema político, social y empresarial. Un cambio precedido por el paso al lado de todos aquellos responsables de la corrupción del sistema quienes, siguiendo, aunque tarde el ejemplo valenciano, deberían dimitir y así poner fin a la dedocracia, el nepotismo y el amiguismo que resta fuerza a cualquier proyecto orientado al bien común.

Puede que necesitemos un cambio de valores, pero también un cambio en los procedimientos, sobre todo en aquellos que deberían velar por el ejercicio democrático del poder.

Antes de jubilarse


En este post os contaré una historia basada en un hecho real sobre la transición generacional que ocurre en una empresa ante la jubilación de uno de los hombres de mayor antiguedad en la empresa. Describe cómo, ante un proceso de cambio organizativo, existen diferentes visiones sobre el trabajo en equipo, el liderazgo y la organización del trabajo; cambios que, bien orientados, pueden causar efectos positivos en la empresa.


Se ha jubilado don Mariano Martínez, alias “Mama” (palabra grave) según operarios, acólitos y similares. El hombre, director de área, ha cumplido los 65 años al pie del cañón, sin nadie que le haya movido el piso durante 20 años, después de 10 como jefe administrativo probo y eficiente. Entró de prácticas de verano.

Veía este domingo “Atraco a las tres”, y ese segundo jefe de sucursal que ascienden cuando liquidan al viejete apacible en la primera escena, parecía el molde con el que diseñaron a Mama, tan cuidadoso con las necesidades de la empresa, tan meticuloso con la divulgación de los derechos y deberes de los oficinistas, tan escrupuloso con la moral y el orden en el centro de trabajo.

Y con él, se jubila doña Clotilde, alias “la tilde”, la secretaria de siempre, de toda la vida, que, inexplicablemente, sólo ha compartido querencias laborales con don Mariano. Son los dos del mismo año y del mismo mes, aunque de diferente signo zodiacal por aquello de mírate allá un par días. Él es Leo y ella Virgo, mujer soltera y hacendadamente ordenada, como requiere ese cargo para preparar el café y encargar cruasanes calentitos, crujientes, recién hechos para las visita.
Don Mariano mandaba mucho. Es de esos hombres de personalidad oscura que casi te da miedo entrar a su despacho con mobiliario de los años 70, sofás de cuero y jarras de cristal de Bohemia. Se hizo un hueco en el Comité de Dirección y era invitado asiduamente al Consejo de Administración. Hablaba lo justo. Según quién le escuchara, ordenaba, sugería o recomendaba actuaciones concretas, que después, gracias a “la tilde” perseguía con encono para comprobar el estricto cumplimiento de las normas, procedimientos, ordenanzas, memorandos y comunicados de régimen interior.

El siglo XXI no había entrado en su calendario ni en su casa ni en su despacho. No usaba móvil, por supuesto, ya que sólo tocaba el teléfono si le filtraba la llamada su secretaria, pues contestaba con manos libres a sus subordinados o inferiores y con el auricular en la oreja y volumen bajo a sus colegas o superiores (si se trataba de alguien muy muy alto, del gobierno o algo así, se estiraba en la silla a modo de cuadratura militar). Ya no digamos del ordenador, para él una ventanita más de su despacho, allí ubicado en la esquina norte, y que le cambiaban cada tres años sin siquiera saber si funcionaba la pantalla.

Antes de marcharse, ha acometido dos acciones impagables. La primera, llamando a su despacho a un muchacho treintañero, de la misma edad que su único hijo más o menos, con quien se identificaba muchísimo. Las malas lenguas hablaban de algo más que una inclinación filial. El propio joven, llamado Pablo González, contó la conversación, de ahí que ahora se pueda reflejar en esta columna un detalle interesante: don Mariano, alias Mama, le ponderó sus grandes virtudes como jefe y, por lo tanto, con un futuro halagüeño en la empresa, quién sabe si ocupar este despacho con vistas al canódromo. Ahora bien, “por favor, señor González”, siempre llamó por su apellido a los subordinados, “está usted muy mezclado con la plebe, con el populacho, con el mundo operario incluso, y eso es muy malo, muy malo para ejercer la autoridad como se debe”. Pablo no le hará caso.
Y en segundo lugar, ejerciendo un poder que nunca se atrevió a usar por temor a represalias familiares, incluso, ha llamado al proveedor directamente, sin intermediarios, con voz de orden y mando, para que, sin falta y a la mayor brevedad posible (le respondieron de un día para otro), se lleven esa máquina de café que está en el pasillo, donde se pierde tanto tiempo en conversaciones banales que, más que beneficiar, perjudican a la empresa.
Dicen que el próximo director ha dicho que la repondrá.